A las 24 horas de haberse marchado de Jujuy el último contingente patriota, en el luego llamado históricamente «éxodo jujeño», casi pisándole los talones, hizo su ostentosa entrada en ese entonces villorio, el orgulloso general español, don Pío Tristán, a los sones estridentes de sus fanfarrias.

Manuel Belgrano en su retirada decidió dividir su ejército en dos fracciones. Una, que estaría a su mando, marcharía a la vanguardia, con rumbo a la ciudad de Córdoba, según las estrictas órdenes que recibiera al respecto por parte del Triunvirato. La segunda división viajaría a la retaguardia, a las órdenes del mayor general Eustoquio Díaz Vélez. Este último, en el trayecto libraría con éxito el combate de Las Piedras el 3 de febrero de 1812, ya que en su retirada le resultaba imposible controlar las vanguardias españolas que permanentemente los escopeteaban, decidiendo en consecuencia enfrentarlas.

Belgrano, que había arribado con su división a la localidad de Burruyacu, por el viejo camino de las carretas, encomendó al teniente coronel Juan Ramón Balcarce para que se adelantase hasta San Miguel de Tucumán a efectos de apoderarse de todo cuanto armamento útil hallase, incluida en la requisa las armas del personal de seguridad del Cabildo.

Balcarce, entregado al cumplimiento de su comisión, advirtió la firme resolución de los tucumanos, en el sentido de no entregar sus armamentos. Por el contrario, estaban dispuestos, con la ayuda del Ejército del Norte, a enfrentar a los realistas y concluir de una vez por todas con la amenaza de la invasión.

Balcarce entonces, consideró conveniente regresar al vivac de Burruyacu, llevando consigo algunos vecinos caracterizados de Tucumán, como el teniente coronel Bernabé Aráoz; además, se habían agregado a la comitiva los sargentos mayores Manuel Dorrego, que regresaba a incorporarse a su regimiento, luego de restablecerse en San Miguel de Tucumán de algunas heridas que había sufrido en encuentros con patrullas enemigas en el norte, y viajaba también el sargento mayor Rudesindo Alvarado, que se encontraba ocasionalmente en la ciudad, comisionado varios días antes por Belgrano, para conseguir carretones para la fuerza. Ambos oficiales del Ejército del Norte, testigos del entusiasmo y de la firme decisión de la población, estaban persuadidos de la necesidad de enfrentar en Tucumán a los realistas, en batalla decisiva, pues advertían la inconveniencia de continuar una retirada por los llanos interminables de Santiago del Estero, con tantos enfermos y heridos, con caballadas “despiadas”, cansadas y famélicas que, seguramente, no traspasarían los salinales.

Dilema

Belgrano, obviamente, también conocía esas inconveniencias, pero las órdenes terminantes e insistentes del Triunvirato, urgiéndole que continuase la retirada hasta Córdoba, lo colocaban ante un serio aprieto. El general comprendía la oportunidad de aprovechar el entusiasmo de los tucumanos y de guarecerse en la ciudad, donde sus enfermos y heridos podían contar con la ventaja de hospitales fijos, dar descanso y alimentar debidamente a sus caballadas y mulares; del mismo modo que a los soldados y oficiales, que estaban exhaustos y agobiados; por lo tanto, resultaba obviamente inconveniente seguir marchando por terrenos inhóspitos y sufriendo las angustias del hambre, ya que hasta entonces, la premura por alejarse de las huestes de Pío Tristán les impidieron, la mayor parte de las veces, detenerse el tiempo suficiente como para carnear algunas reses y satisfacer sus necesidades alimenticias con algún churrasco reparador.

Luego de escuchar atentamente a los pobladores de Tucumán, el comandante determinó, bajo su absoluta responsabilidad, emprender la marcha, prosiguiendo por el viejo camino de las carretas, hacia la ciudad, donde se haría fuerte y donde esperaría en riguroso pie de combate a Pío Tristán.

A la semana de permanecer el Ejército del Norte en Tucumán, el panorama desolador de días anteriores había cambiado por completo. Los hospitales fueron quedando desiertos, los soldados sanados se reincorporaban a sus respectivos regimientos y a los convalecientes se les internaba en casas de familia, hasta que se repusieran; las caballadas y los mulares recuperaban velozmente sus carnaduras, y sus vasos también se reconstituían, gracias a la inmovilidad y a la comida.

Compromiso tucumano

Todos los pobladores de San Miguel de Tucumán, aún los niños y los ancianos, se habían persuadido de la importancia que representaba para la emergencia de las horas que vivían, la colaboración de todos y de cada uno, en los menesteres que mejor podían cumplir. Los tucumanos detuvieron sus rutinas ancestrales y se abocaron de lleno a ser, cada uno, un soldado más de ese Ejército que constituía la última esperanza de rechazar la invasión.

En las calles periféricas se cavaron trincheras. Tres zanjas de un metro de profundidad, colocadas en zig zag entre ellas, para poseer protegidos emplazamientos para los fusileros, servirían, además, para detener posibles ataques masivos de caballería y para protegerse de los disparos de la artillería enemiga.

Antes del amanecer del día 24 de setiembre de 1812, las fuerzas patriotas se encontraban perfectamente formadas en un paraje entre El Colmenar y Los Nogales, a una legua y media, aproximadamente hacia el norte de San Miguel de Tucumán, adviértase que estaban muy distantes del que luego fuera el escenario principal de esa batalla, el Campo de las Carreras. El terreno elegido en primera instancia era un descampado, ondulante y con pendiente hacia el sur; además, el sitio poseía abundantes vizcacherales, por lo que, hábilmente, lo había elegido el comandante patriota para neutralizar a la poderosa caballería del coronel Olañeta, el segundo comandante del ejército realista.

Así, esa madrugada del 24, bastante antes de que comenzara a salir el sol, ambas fuerzas contendientes se aprestaban al encontronazo.

Belgrano, hombre de profundas convicciones religiosas, se había encomendado para la acción a la protección de la Virgen de la Merced, advocando a la imagen de la virgen chica, que se encontraba en el templo de La Merced.

Causas de la victoria

El mayor general Díaz Vélez, segundo jefe del ejército, dispuso que su sobrino, el teniente Gregorio Aráoz de Lamadrid, mucho antes de aclarar, se adelantase con 12 dragones, bordeando el supuesto escenario que tendría la batalla, para mandar informes a Belgrano, respecto al tipo de formación que presentaría Tristán, la calidad y cantidad de sus caballerías, los tipos y emplazamientos de sus artillerías.

Quizás por la oscuridad previa al amanecer, que no le permitiría observar los detalles con mediana claridad, o de exprofeso, eso jamás se sabrá; la verdad histórica es que el joven oficial, de solo 16 años de edad, resolvió por cuenta propia, al menos así lo relata él mismo en sus Memorias, dispersar a sus dragones y, a una señal, encender fuego todos, al unísono, a los altos pastizales que existían en el terreno, absolutamente secos, dada la altura del año y las características de la región. El fuego, en pocos instantes, avivado por un franco viento sur, abrazó a las vanguardias realistas, produciéndoles importantes daños, tanto por quemaduras a caballos y a jinetes, como por el desbande de las formaciones y las consecuencias de caos que producía el alejamiento de los hombres de sus respectivos oficiales, los que también, naturalmente, corrían despavoridos y semi asfixiados, buscando refugio en la zona oeste y desarticulados, también ellos, de sus mandos y de sus apoyos logísticos, que no les podían seguir por lo accidentado del terreno.

Los españoles, escapaban hacia el oeste, hasta que dieron con las barrancas profundas del arroyo El Manantial, (No logré leer un solo libro de historia que defina que el arroyo El Manantial es en realidad un profundo barrancón, cortado a pique, infranqueable y profundo, una trampa mortal contra la que jamás ningún jefe militar, medianamente advertido, daría sus espaldas).

Ese accidente topográfico, más el fuego de los pajonales fueron las causas determinantes para que se venciera en esa batalla que, antes de comenzar, resultaba determinantemente ventajosa para los españoles.

Al no ser posible vadearlo, los realistas enfilaron entonces hacia el sud, superando por el flanco izquierdo a las filas patriotas, pero sin hacer contacto con ellas, toda vez que lo hacían con una diferencia de tres cuartos de legua, aproximadamente, y así, continuaron su andar hasta llegar al paraje conocido como Ojo de Agua.

Allí, finalmente, tras los ingentes esfuerzos de Pío Tristán, se detuvieron, iniciando de inmediato los procesos de reorganización, mientras que Belgrano, viendo también frustrados sus planes previstos para el enfrentamiento y enterado de los movimientos españoles, resolvió regresar de inmediato a cubrir la ciudad, disponiendo que Díaz Vélez se atrincherase en ella y continuando él, por su parte, hacia sus naturales apostaderos, a la par del Campo de las Carreras, que resultaba el punto más práctico para esperar, ahora desde el oeste, el ataque de Pío Tristán, cuyas fuerzas ya habían sufrido bajas por las mismas consecuencias del incendio, y también por el arroyo habían perdido varios carretones de víveres, pertrechos y municiones que debieron dejar abandonados, por carecer de caminos el terreno que habían elegido para huir del fuego y, especialmente, les habían quitado el transporte con el tesoro del ejército. Esta acción de los carretones con el dinero del ejército y ropajes, además, de los oficiales superiores, fue ejecutada por el regimiento de voluntarios tucumanos, que comandaba el teniente coronel Juan Ramón Balcarce, reconociéndose históricamente que se habrían efectuado algunas acciones de pillaje (el mote de «tucumano gato» encuentra allí su génesis).

El choque

El choque mortal se produjo entonces hacia las 10 de la mañana, con disparos de artillería, ineficaces desde ambos bandos, por los emplazamientos inadecuados y rápidamente improvisados de los tubos, y con acciones de individualismo por parte de los distintos batallones de ambos ejércitos, ya que los jefes principales resultaban evidentemente superados por la dinámica de los acontecimientos y por la espontaneidad de una batalla absolutamente heterodoxa, que no dejó ninguna enseñanza académica en lo que respecta al arte de la guerra pero que sirvió para demostrar el temple, el valor, la heroicidad de los combatientes, además, naturalmente, de las importantísimas consecuencias políticas que tendría.

El frente de lucha, quizás por la misma falencia de la acción de la artillería, se extendió a lo largo del día, inconvenientemente para las dos fuerzas, en más de cuatro leguas hacia el sud. De forma tal que Belgrano, poco antes del anochecer, se encontraba luchando, junto con su gente, en el paraje de Bella Vista, bastante retirado de S.M. de Tucumán y completamente desconectado de su segundo comandante, Díaz Vélez; desconociendo por lo tanto, la suerte que corriera éste y su división que, según lo planearan a último momento, debían reagruparse en la misma ciudad, tanto para defenderla desde las trincheras que se habían cavado, como para aprovechar el entusiasmo de lucha de los tucumanos, que deseaban participar de cualquier manera en la confrontación, tanto acarreando agua, víveres, municiones, como retirando y atendiendo heridos y también, los más osados, disparando desde las ventanas y azoteas de sus casas.

Cuando con la oscuridad se detuvieron las acciones, nadie conocía el resultado de la lucha de la jornada; las informaciones, llenas de imprecisiones, se contradecían.

Pío Tristán, por su parte, mediante toques de clarín, llamando a reunión, atrajo hacia el norte y el oeste de la ciudad a todos sus hombres, y trató de sacar ventaja de la situación de incertidumbre, sitiando al caserío e intimándole rendición a Díaz Vélez, a lo que éste respondió negándose, con airada elocuencia. El segundo jefe, al no haber entrado en combate franco desde el principio, salvo algunos esporádicos tiroteos, más bien de tanteo contra las trincheras, estaba perfectamente informado del curso de la lucha y sus hombres y oficiales de exploración, lo mantenían con cuadros de situación muy actualizados, por lo que conjeturaba, con prudente razón, que el resultado de la contienda, al llegar la noche, había sido considerablemente favorable a las fuerzas que dirigía Belgrano, a pesar de la inferioridad numérica.

Hacia la madrugada del 25 y en una carga general, intrépida, al galope furioso, superando la resistencia y el tiroteo de los sitiadores, Belgrano con sus hombres, audazmente, rebasó las filas españolas que, sitiando, rodeaban el sur de la ciudad y consiguió ingresar a ésta sin bajas.

Luego de esa acción, durante el resto de ese día 25, no se realizaron enfrentamientos bélicos, como si se hubiese pactado un cese del fuego. Ambos ejércitos, seguramente, se dedicaron a inventariar sus bajas, atender con solicitud a sus heridos, recobrar en la medida de lo posible las caballadas que quedaron sueltas, y a reacondicionar sus parques. Pero cabe aclarar que la mitad de la artillería española, al menos la que se desplazaba en cureñas, precisamente, por la quema de los pajonales, había quedado en poder de los patriotas.

Un 26 como hoy

Al amanecer del día 26, Belgrano ordenó al sargento mayor Manuel Dorrego que saliese con su caballería, en carga frontal, a fin de tantear la posición y el poderío del fuego enemigo. Grande resultó la sorpresa al advertir que Pío Tristán, durante la noche, silenciosamente, había abandonado sus emplazamientos iniciando la retirada hacia el norte, tanto por el camino del Perú, como por el camino de las carretas y también por el de los valles Calchaquíes; dejando sus heridos y enfermos, confiado en la magnanimidad del comandante criollo.

La Batalla de Tucumán fue decisiva para el destino de nuestro incipiente país, ya que al producirse esa inesperada victoria, se paralizaron las tratativas destinadas a entregar el poder al dominio lusitano. De no ser por esta batalla, hoy los argentinos estaríamos hablando portugués.

Contexto histórico

Pocos días después de ese triunfo, se produciría el esperado derrocamiento del Primer Triunvirato, hecho que se puede considerar como el primer golpe de estado en nuestra patria. No resulta difícil deducir que, cuando se puso de manifiesto esa amenaza revoltosa, adoptó el Triunvirato el temperamento de hacer bajar hasta Córdoba, al menos, al debilitado Ejército del Norte, a efectos de que le sirviera como eficiente fuerza policial, protegiéndose así de la rebelión que, por otra parte, a menos de un mes más adelante, el 8 de octubre, resultaría victoriosa.

La situación institucional de nuestro país, contemporáneamente a la realización de esta batalla, resultaba sumamente vulnerable por la desorganización general que imperaba, fruto seguramente de las enormes distancias, la incomunicación, la poca experiencia de los gobernantes y la enorme cantidad de intereses creados y de facciones políticas antagónicas. Cómo sería que se luchaba contra los españoles enarbolando sus mismas banderas, banderolas e insignias; carecíamos de una definición política representativa del nuevo estado que se pretendía consolidar.

Sin embargo fue la batalla de Tucumán la que fortalecería los ánimos y la convicción en la fuerza potencial del territorio y de su gente para encarar la reorganización del castigado territorio del ex Virreinato del Río de la Plata y se pondría nuevamente en marcha esa importantísima máquina de guerra que fue el Ejército del Norte que, hasta fines del año 1819 se mantendría en operaciones heroicas en la lucha por nuestra independencia y en la defensa de nuestras fronteras y de la paz interior.

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Abel Novillo – Historiador.